El Ultimo Tango en París: el encuentro de 3 grandes artistas ~ UNA VISTA PROPIA

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1 de junio de 2007

El Ultimo Tango en París: el encuentro de 3 grandes artistas

A comienzos de los ‘70, tres erráticos artistas de distintas partes del mundo confluyeron en una misma obra, que hoy es vista como uno de los pocos símbolos genuinos de la época. Último tango en París logró que Bernardo Bertolucci, Marlon Brando y Gato Barbieri se perdieran en esa ciudad melancólica y crepuscular en la que ya no había lugar para los sueños.

Estamos en España, en el año 1973. Hay una revuelta en torno al estreno de una película italiana. El régimen franquista prohíbe su proyección, por lo que los españoles deben ir a verla a la ciudad francesa de Perpignon, en la frontera. Se dirigen allí en extensas filas de automóviles. La película ya arrastra polémicas desde su estreno en el Festival de Cine de Nueva York, el año anterior. En Italia, los medios de comunicación se escandalizan. Una corte romana ordena que todas las copias de la película sean requisadas y quemadas, y que a su director se le revoquen los derechos civiles por cinco años. Mientras tanto, en Buenos Aires, la película permanece en cartelera sólo un fin de semana. Después es levantada con alguna excusa legal y se le inicia un juicio a los responsables de su exhibición.

Pero retrocedamos un poco en el tiempo. Se sabe que, antes de iniciar el rodaje de Último tango en París, todos estaban un poco perdidos. En un principio, Bernardo Bertolucci, su director y guionista, quería hacer una película sobre la pareja, sobre las relaciones. Quería probar, según sus propias palabras, “que es imposible para dos seres humanos reducir su soledad a sólo animalidad” Sin embargo, más tarde, el cineasta comprendió sin esfuerzo que “estaba realizando una película sobre la soledad, es decir, todo lo contrario de lo que pretendía”. En verdad Bertolucci ha confesado que “siempre había deseado encontrarme con una mujer en un piso vacío, que no se sabe bien a quién pertenece, y hacer el amor con ella, sin saber quién es, y repetir ese encuentro hasta el infinito”. Y esa es, en parte, la historia que cuenta en Último tango en París. Ese es el desarrollo de su obsesión personal.
Por otra parte, Marlon Brando, su protagonista, tampoco sabía bien “de qué iba la película”. Sólo se limitaba a estar ahí, esperando a que empezara el rodaje en pleno invierno parisino, algo extrañado de que todo el equipo de filmación estuviera totalmente hipnotizado por su presencia de leyenda viviente. Había visto la película anterior de Bertolucci, El conformista (1970), y lo consideraba un hombre “con un talento especial”. Bertolucci esperaba que Brando improvisara, le habló de la idea general de lo que quería y dejó que el actor lo construyera todo. Sin embargo, sólo una vez que Brando se conoció bien con su coprotagonista, la joven María Schneider, pudieron seguir filmando. De otra forma hubiera sido imposible.

A pesar de que venía de ganar un Oscar por su interpretación en El Padrino -y de rechazarlo en la misma ceremonia de entrega en protesta por la degradación que había hecho Hollywood de los indios norteamericanos- no habían sido buenos tiempos para Brando. Desde fines de los ’60 su conducta se había desviado un poco de la esperada: no se aprendía sus líneas, llegaba tarde a los rodajes, a menudo trabajaba borracho y se negaba a promocionar las películas. Incluso Francis Ford Coppola tuvo que batallar largamente para que los productores de El Padrino le permitieran dar el papel a Brando, que se había presentado a la prueba de actores disfrazado y con algodones en la boca porque “le daba pereza ponerse a construir un personaje”.

De modo que no se equivocan quienes dicen que Bertolucci lo vio decaer y pensó que el cine europeo sería, probablemente, el único capaz de salvar a Marlon Brando. Pero ya era demasiado tarde. Era el fin. Brando se dedicaría luego a desaparecer o a destruir su propia figura. Quizás por eso su actuación en Último tango en París sea tan importante. Acaso sin saberlo, comenzaba a despedirse con una interpretación visceral y escalofriante, que lo encontró justo en su madurez creativa; una interpretación que poco tenía que ver con sus formidables técnicas del Actor’s Studio; una interpretación feroz que le exigía su propio dolor y tormentos, su propio pasado, su propia desesperación; una interpretación que pareció dejarlo desnudo ante las cámaras, una representación extrema que en el fondo era pura improvisación y entrega absoluta, que lo dominaba por completo, que lo mostraba como un hombre trastornado y desorientado a quien ya nadie podría salvar.

Pero Brando no iba a ser el único elemento sobresaliente en la película de Bertolucci. Para la música, el director ya había pensado especialmente en alguien. Y no sólo quería que su obra tuviera una banda de sonido original, sino que además la idea era usar al saxo tenor como otro protagonista de la historia, al músico como un coautor del guión. Y aquí entra en juego Gato Barbieri, que ya había colaborado con el director en la película Antes de la revolución (1964). Pero repasemos: Leandro Barbieri, músico argentino nacido en Rosario, clarinetista y luego saxofonista, que debía su descubrimiento del jazz a Charlie Parker, y que había formado parte, entre otras, de la orquesta de Lalo Schifrin en Buenos Aires, venía recorriendo el mundo con su música desde hacía un tiempo. Michelle, su esposa italiana, lo había arrancado de Argentina y se lo había llevado a Brasil y luego a Roma y más tarde a París, donde conoció al trompetista de jazz norteamericano Don Cherry y con quien se fue a Nueva York y grabó dos discos para el mítico sello Blue Note: Complete Comunion (1965) y Simphony for improvisers (1966) En fin, Michelle había sido colaboradora, en Italia, de Pier Paolo Pasolini y de Bernardo Bertolucci. Y fue el puente necesario. Con el primero le gestionó la música para la película Orestiada africana (1969), mientras Gato editaba algunos discos solistas. Hasta que finalmente llegó el turno de Último tango en París. Y Gato Barbieri se convirtió en un músico de fama internacional, indiscutible resultado de sus circunstancias: compuso una banda de sonido inmortal y repleta de una tristeza infinita en el momento justo en que el público europeo se estaba interesando cada vez más en los artistas latinos. Ese año su disco se ganó el Grammy por la mejor composición instrumental.

Los últimos juegos prohibidos

Después de la película, naturalmente, cada uno siguió distintos caminos. Entre otras cosas, Bertolucci, que había empezado a escribir dos guiones más mientras rodaba en París, se embarcó en la épica 1900 (1976), a la que le dedicó tres años de su vida y casi un año de rodaje. A Marlon Brando lo esperarían su sorprendente participación en Superman (1978) y la interpretación del desesperado y endiosado coronel Kurtz en Apocalipsis now! (1979), otra vez bajo las órdenes de Coppola. Gato Barbieri tendría por delante incontables participaciones en festivales de jazz por todo el mundo, otras tantas bandas de sonido para películas (entre ellas, La guerra del cerdo, en 1975, de Leopoldo Torre Nilsson, adaptación de la novela de Bioy), la grabación para el sello norteamericano Impulse de la serie de discos Chapter One a Chapter Four, en los que incorpora raíces latinoamericanas, y el inevitable destino de misteriosa leyenda viviente de la música.

Pero aún faltaba un último encuentro. Algunos años después, Bertolucci y Brando coincidieron en una fiesta. Es preciso saber que, con el tiempo, Bertolucci también definió a la película como “una especie de documental sobre el actor”. Y esa noche, en un momento de la conversación, el cineasta se le acercó un poco más y le preguntó: “¿No crees que conseguí mi objetivo de arrancarte la máscara?”. A lo que Marlon Brando, echándose un poco a reír, respondió: “¿Crees que ese era yo de verdad?”

Punto Aparte, número 4, abril de 2007

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