Sexualidades, patologización del cuerpo, religión, política y arte contemporáneo ~ UNA VISTA PROPIA

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7 de mayo de 2007

Sexualidades, patologización del cuerpo, religión, política y arte contemporáneo

Juan Vicente Aliaga - Revista DEBATS 79.

Se puede afirmar que el sexo y la sexualidad son espacios culturales y sociales visitados con harto frecuencia en el orbe occidental; territorios debatidos hasta el paroxismo; lugares donde anida el tabú y la censura; ámbitos que alimentan visiones del mundo opuestas, e incluso, a veces, irreconciliables. La sexualidad, parafraseando a Michel Foucault se ha convertido en “la verdad de nuestro ser”. Pero ¿cuál es esta “verdad”? ¿Qué se entiende por sexualidad normal? ¿Por qué asociarla siempre con la heterosexualidad? ¿No hay acaso distintas vivencias dentro de la hegemonía heterosexual? ¿Y por qué utilizar un término que limita y constriñe como es el de la “normalización”. ¿En quién recae la potestad de establecer y marcar las leyes del sexo que se toman por naturales? ¿Y por qué es así? El sexo, pese a las sanciones morales de que va acompañado en cada sociedad, aparece representado en muchos ámbitos, y a veces eso puede hacer pensar que se ha logrado una libertad sexual impensable en los años cuarenta y cincuenta, la época en que los libros de Alfred Kinsey hicieron estragos, pero eso no supone que no haya reglas de comportamiento, grados, niveles e incluso exclusiones.

Según Jeffrey Weeks, la cultura moderna ha avalado la conexión íntima entre el hecho de ser biológicamente macho o hembra (es decir, tener los órganos sexuales y la potencialidad reproductiva correspondientes –y subrayo el sustantivo potencialidad, a diferenciar de la implícita obligatoriedad–) y la forma directa de comportamiento erótico (por lo general, y abusivamente, el coito genital entre hombres y mujeres). Hoy día, el significado dominante que se otorga a la palabra sexo se refiere a las relaciones físicas entre los sexos: las relaciones sexuales. En cambio, en otras épocas, se refería precisamente a la división de la humanidad en el sector masculino y el sector femenino (es decir, diferencias, que ahora llamaríamos de género, de valores asignados a la masculinidad y a la feminidad). La extensión de los significados de la palabra sexo en la actualidad indica un cambio en la manera como se entiende la sexualidad. Estamos inmersos en un orden simbólico de pensamiento sexuado. lo cual no supone que se hayan erradicado los interdictos. El sexo está presente, de manera directa o vicaria, en todos los ámbitos sociales, desde el trabajo a la diversión y el ocio, pero de ello no se colige necesariamente que se pueda llevar a cabo sin ambages cuando el sujeto lo decida ni que todas las prácticas estén niveladas y aceptadas. Piénsese en el desconocimiento existente en torno a prácticas tales como la lluvia dorada o el bondage, que suele producir rechazo visceral entre el común de la gente.

Se supone (está inscrito en la Ley simbólica que se inculca a niños/as) que hay una distinción marcada entre los sexos, una dicotomía de intereses, incluso un antagonismo abierto (la mal llamada batalla o la guerra de los sexos) que sólo puede resolverse de manera precaria, nunca definitiva. Los hombres son hombres y las mujeres, mujeres; y rara vez se encontrarán unos y otros (una idea también defendida por el feminismo de la diferencia, aunque por otras razones).Y ello es definitivo y definitorio. Y quien escapa a esa división ha de atenerse a las consecuencias incluso en aquellas sociedades en que se alardea del cumplimiento de los derechos del hombre. Se cree, en segundo lugar, que el sexo es una fuerza irresistible, un imperativo biológico al que se ha ubicado exclusivamente en los genitales, un impulso que arrasa con todo lo que tiene enfrente (especialmente si eres hombre pues es sabido que la mujer es más comedida y sólo en escasas ocasiones arriba al peligroso estadio de la ninfomanía, y por ello es castigada). En tercer lugar, esto produce un modelo piramidal del sexo, una jerarquía sexual que se extiende hacia abajo desde la corrección y supremacía otorgada (falsamente) por la naturaleza al coito genital heterosexual hasta las manifestaciones de la perversión (término ambiguo donde los haya) y la depravación sexual (hoy día prácticamente circunscrita por el discurso moralista mayoritario a lo que se denomina erróneamente pedofilia y/o pederastia), que se confía haya desaparecido, pero que, desafortunadamente,para quienes detentan las reglas del juego, y dicen cumplirlas, siempre brota donde menos se lo espera, hasta en las mejores familias.

Esta visión del mundo del sexo está profundamente inserta en nuestra cultura, y cuesta mucho desvincularse de la misma. No es exagerado aseverar que facilita una justificación ideológica para la lujuria masculina incontrolable y, por lo tanto, también para el acto de violación, para aquellos usos sexuales masculinos que en el fondo no son sino violencia y poder, para la degradación de la autonomía sexual femenina y para la manera en que tratamos a las minorías sexuales distintas de nosotros (entiéndase que ese nosotros se refiere a un plural hegemónico de costumbres heterosexuales dominantes), así como para las realidades más aceptadas del amor, las relaciones afectivas y la seguridad. Hasta aquí, parafraseando a Jeffrey Weeks, en quien baso estas reflexiones, algunas líneas orientativas de la tradición sexual, de la sexualidad como norma, basada en una naturalización del sexo como esencia biológica. Una tradición sexual codificada por la sexología, en un conjunto más o menos coherente y alineado de suposiciones, creencias, prejuicios, reglas, métodos de investigación y formas de reglamentación moral que todavía configuran la manera en que vivimos la sexualidad. La sexología, desde el siglo XIX, ha dado estudiosos y eruditos que han tratado de responder a dos preguntas divergentes: la primera, ¿es amenazador y peligroso el sexo? Las respuestas las hallamos sobre todo en Krafft-Ebing y sus epígonos, disfrazados con sotana en muchos casos o con turbante y luengas barbas en otros. Y la segunda: ¿Es el sexo fuente de libertad cuyo potencial está bloqueado por la represión de una sociedad corrupta? A esta pregunta acuden, entre otros, Edward Carpenter, Wilhelm Reich, Alfred Kinsey.

Ambas formulaciones son fruto de una concepción esencialista de la sexualidad, en la que se presupone que la clave de nuestro sexo se encuentra en alguna parte de los recónditos lugares de la naturaleza originaria y originadora. Este visión determinista, amén de inmovilizadora, ha sido refrendada por aquellos teóricos de la ciencia sexual, que en más de alguna ocasión se han erigido en guardianes de la verdad sexual, en custodios de la sexualidad natural, en cancerberos de la ley. Estamos, a mi juicio, ante una concepción astutamente aviesa, negadora de la sexualidad como producto de fuerzas históricas y sociales. Como dijo también Jeffrey Weeks, siguiendo a Michel Foucault, la sexualidad “es una “unidad ficticia” que alguna vez no existió y que en algún momento en el futuro tal vez de nuevo no exista. Es un invento de la mente humana”. Hoy día es tal el peso de la sexualidad que no parece probable que desaparezca ni siquiera como construcción creada. La tarea principal y urgente con que se enfrentan tanto sexólogos comos educadores, la sociedad civil y también los gobiernos es la despenalización de aquellas prácticas sexuales que conllevan sanción, especialmente las que condenan a la persona a un castigo bárbaro, como se ha podido ver con el caso de la nigeriana Safiya, que escapó de la condena de adulterio gracias a la presión internacional, aunque otros casos afloran, como el de Amina. Y esta tarea es ímproba dada la barbarie imperante en países de régimen fundamentalista religioso. Y ello a distintos niveles, y sin distinciones, pues es grave la política sexófoba y religiosa de países como Arabia Saudita o Egipto pero también la de algunos Estados que se consideran civilizados, como Georgia o Texas, en donde la sodomía y la felación están prohibidas.

De la visión esencialista, en sus manifestaciones más puristas, que acabo de comentar, se desprenden consecuencias de gran calado y transcendencia. Especialmente la creación de un tejido de discursos que intentan decirnos lo que es el sexo, lo que debería ser y lo que podría ser. Unos lenguajes insertos en tratados morales, prácticas educativas, teorías psicológicas, definiciones médicas, ritos y ceremonias sociales, pero que también se infiltran en otros ámbitos que engañosamente podíamos considerar como indefectiblemente liberadores y que no siempre resultan serlo, lejos de ahí: ficción pornográfica, literatura erótica, música popular, juegos para niños, adolescentes y adultos, cine comercial e incluso el llamado alternativo, independiente o de arte y ensayo. Todos absorben esa ideología naturalista, que forja y moldea las representaciones de nuestros deseos y necesidades íntimas, aunque no de la misma manera o con semejante énfasis. De ahí la importancia de la puesta en práctica de un método que deconstruya la unidad ficticia a la que me refería más arriba, es decir, la definición de la sexualidad como fabricación/construcción histórica, que concentra una multitud de posibilidades biológicas y mentales –identidad genérica, diferencias corporales, capacidades reproductivas, necesidades, deseos, fantasías–. Una definición que en absoluto es incompatible con el campo de la biología. No se trata, por consiguiente, de negar la importancia de la fisiología y morfología del cuerpo, pues ambas facilitan las condiciones previas para la cristalización de la sexualidad humana, pero ésta no puede reducirse simplemente al funcionamiento del ADN o al vaivén de la testosterona y el estrógeno. Conviene, por tanto, enfatizar que las capacidades del cuerpo y la psique adquieren significado y sentido pleno sólo en las relaciones sociales. De hecho, los últimos años han visto reverdecer, a veces de forma desorbitada, el empuje de los discursos biologicistas. La verdad del ser humano, y por ende también de la sexualidad, estriba, dicen hiperbólicamente, en los genes. El absurdo es mayúsculo, pues tales afirmaciones impedirían los cambios y transformaciones que se dan en la persona en su proceso de sexuación, que son fácilmente comprobables. Frente al inmovilismo de ciertos planteamientos de base genética, se alzan las teorías construccionistas que valoran sobremanera el impacto del entorno social y cultural. Ésta es la visión iniciada por Foucault y que retoman Weeks, Carole S. Vance, Judith Butler, Didier Eribon…

La sociedad de consumo surgida en los años sesenta, fruto en gran medida, y entre otros, del combatir del feminismo plural y de los colectivos de gays y lesbianas, ha modificado su perspectiva respecto del sexo, desprejuiciando y desculpabilizando las experiencias de la sexualidad. Esos avances son innegables en el mundo occidental, sin embargo, y tal vez haya sido éste el precio a pagar, se ha adueñado de nuestro orbe discursivo una idea, que sin ser originaria de estos tiempos, pues procede de épocas añejas, incide en que la ley de todo placer estriba casi exclusivamente en el sexo.

El Occidente cristiano, de manera notable, ha visto en el sexo un terreno de angustia y conflicto moral, y ha erigido un dualismo que todavía perdura entre la mente y el cuerpo. Esto ha dado como resultado inevitable una configuración cultural que paradójicamente abomina del cuerpo (San Agustín de Hipona es clave al respecto) y de las prácticas que se llevan a cabo con su uso, a la vez que muestra una preocupación obsesiva por todo ello.

La sexualidad, con toda su red de relaciones plasmadas en el vivir cotidiano, se ha convertido así en el código auténtico e indudable que define el placer. Y es que, en efecto, según Gayle Rubin, “los actos sexuales está cargados con un exceso de significación”.

Y esa hipérbole de sentidos y semánticas resulta, a la postre, contradictoria, pues impulsa por un lado la erogenización creciente y constante, sin respiro, de los actos humanos –véase la publicidad subliminal o explícita, en la que se juega con el potencial sexual de un coche o un perfume, los programas televisivos dados a la cháchara y al chismorreo, entre otros... – mientras supone por otro que la cultura actual democrática, que dice, en algunos casos, enorgullecerse de su tolerancia, trate el sexo con suspicacia, con recelo: “(...) El sexo, especialmente algunos tipos de comportamientos asociados a su práctica, se considera culpable hasta que demuestre su inocencia”.

Inmersos en una cultura que establece una divisoria entre la esfera de la intimidad y la vida pública, pese a que dicha frontera se transgreda a menudo, de lo cual se deduce que es ilusorio pensar en su estricta separación, a veces se tiende a pensar que las disquisiciones sobre el sexo son algo relativamente periférico a la vida política y su hegemonía. Nada más alejado de la verdad. Durante los últimos dos decenios, tanto en Europa como en Estados Unidos, la derecha, a través de sus diferentes plataformas y medios de presión, entre ellos los de tipo religioso, ha movilizado muchas fuerzas políticas para hacer frente a los peligros que acechan, en su opinión, a la sociedad, dada a la fractura y a la disolución. Una movilización en torno a la afirmación del sacrosanto papel, que debe desempeñar la vida familiar, la hostilidad ante la homosexualidad y las denominadas “desviaciones sexuales” (en particular el dedo acusador se dirige hacia los pederastas), la oposición a la educación (aunque hablen de defensa de valores cristianos) y la reafirmación de las fronteras tradicionales entre los sexos. Un conjunto de problemáticas mediante las que señalar la línea de demarcación entre el orden moral y sus contrarios que, a la par, supone un reconocimiento indirecto del éxito del feminismo y de los movimientos por los derechos civiles y sexuales en su bregar en pos del cuestionamiento de los valores heredados de comportamiento sexual. Así, tras el breve respiro liberador que emergió en los setenta, la vara con que controlar cuerpos y goces volvió a ocupar el discurso sexuado mayoritario, que se ha querido imponer (y de hecho así ha sido de alguna manera) a la sociedad. Cito a continuación algunos ejemplos del periodo liberador que tampoco conviene mitificar, pues a la postre eso redundaría en el culto a la nostalgia y la desmovilización en los tiempos actuales. Me refiero, verbigracia, a la época ambiguamente erótica del glam rock en Inglaterra, que tan acertada e ingeniosamente ha retratado Todd Haynes en su película Velvet Goldmine (1997), que hace añicos el mito del cantante de rock macho; también a las primeros brotes de un debate sexual acerca del deseo, en su dimensión desbocada e insumisa, en la Francia del post-mayo de 1968, recogidos en El Antiedipo (1972) de Gilles Deleuze y Felix Guattari; al surgimiento del Front Homosexuel d’Action Révolutionnaire (FHAR), del que participó Guy Hocquenghem, autor de un libro fundamental, Le désir homosexuel; a la publicación del número especial de la revista Recherches, Trois milliards de pervers (1973), que le valió a Guattari una condena por “ultraje a las buenas costumbres”; y cómo no, en Estados Unidos, a la expansión juvenil asociada al pacifismo, al hippismo, a las revueltas estudiantiles, a la emancipación de la mujer y al Stonewall gay, a finales de los sesenta y los setenta.

La extrema sexofobia de los años ochenta, tras la aparición del sida, pone de manifiesto la vuelta al orden implícito en la anterior aseveración. De nuevo, como había sucedido en épocas anteriores con la sífilis, una enfermedad, el sida, en este caso, hasta entonces considerada una patología inexorablemente letal, servía de catalizador para estigmatizar y condenar a quienes desobedecían las reglamentaciones de la sexualidad legitimada. La denominada mayoría moral, con el apoyo de parte de la clase médica, de los medios de comunicación amarillistas (lo que equivale especialmente en el caso de Estados Unidos, Inglaterra y Alemania a gran parte del cuarto poder) y de los dirigentes políticos orquestó y/o fomentó en torno a los enfermos de sida una panoplia de males –algunas presidencias fueron especialmente beligerantes y virulentas, verbigracia las de Reagan, Bush y Margaret Thatcher; otras pasivas, con su silencio o desinterés: es el caso de Mitterrand, Fabius, o González–. Unos males asociados directamente a las prácticas sexuales promiscuas, inconcebibles en el seno del matrimonio, hasta que se reveló que en los sagrados maridajes la infidelidad era más habitual de lo aceptado por la norma. Con un lenguaje bíblico a machamartillo, que ya parecía enterrado en la noche de los tiempos, un virus servía de espoleta para fabricar una enfermad moral, sexófoba, de consecuencias que todavía estamos lejos de poder calibrar en su justa medida. El discurso de la abominación volvía a resurgir. El puritanismo se ciscaba en la población gay que, para las mentes estreñidas que ejercitan una violencia ultra, era inductora y causante de la propagación de la pandemia, especialmente en Estados Unidos, país especialmente sangrante en su homofobia. Pero el sida social, el creado/urdido por los sectores sociales mencionados, también estigmatizaba a las mujeres, a los toxicómanos, a las minorías étnicas, a los desfavorecidos, a los indeseables en definitiva, como esos 8000 presos con sida que todavía hoy se pudren lentamente en las cárceles españolas.

En un ejemplo sin precedentes respecto a los niveles de solidaridad y de concienciación, un número creciente de artistas, desde mediados de los años ochenta, tomó cartas en el asunto, siendo Estados Unidos, allí donde el número de muertes era pavoroso y en donde el discurso apocalíptico del odio crecía, el territorio abonado para que surgiera un arte crítico desparramado en plataformas varias.

Dicho esto, es también en Estados Unidos, país en que se han generado políticas represivas de la sexualidad impensables, quiero creer en otros lares donde han aparecido artistas del interés de Félix González Torres, David Wojnarowics o colectivos tales Gran Fury, brazo artístico de ACT-UP New York, la principal y militante organización antisida de aquel país. Una asociación, ahora ya maltrecha y al borde de la desaparición, sin cuyo papel activista y crítico resulta incomprensible el panorama del sida en los foros internacionales y el impulso de políticas de trasfondo económico que conlleve tratamientos beneficiosos para los enfermos.

Voy a centrarme, sin embargo, en la trayectoria de un performer apenas conocido en España, cuya obra ha estado, y todavía está, en el ojo del huracán de la sexofobia galopante que aqueja a Estados Unidos, reactivada bajo el mandato del gobierno actual y que ha desatado persecuciones y linchamientos, de momento verbales, procedentes de algunos sectores de la retrógrada mayoría moral: la Christian Right. Una prueba de que el arte, pese a la fraseología con que se trata de desactivarlo, todavía puede hacer daño.

El artista en cuestión se llama Ron Athey y, a sus 41 años, ha despertado la maquinaria del odio irracional, que tantos adeptos tiene en aquel país de sectas poderosas, haciendo de él y sus performances la imagen misma del demonio. Y esta alusión a Satanás no puede desentonar tras las múltiples apelaciones al Gran Maligno, personificado a veces en el cuerpo infecto y corrupto de un enfermo de sida, llagado y con sus sarcomas en la frente, dicho esto siempre desde la óptica de la Nueva Derecha Cristiana.

A Ron Athey se le educó, paradojas de la existencia, para ser predicador pentecostalista, pero su vida se torció probando durante bastante tiempo la experiencia amarga que conlleva ser adicto a la heroína. Educado, es un decir, en Pomona, California, un suburbio de población negra y latina, al Este de Los Angeles, Athey nunca llegó a conocer a su padre, y su progenitora, propensa a ataques epilépticos y esquizofrénicos, no paraba de salir y entrar de distintos centros psiquiátricos, lo que hizo que el niño Ron estuviera al cuidado de su abuela y su tía, ambas devotas pentecostalistas. Convencido por ese entorno familiar harto singular de que poseía dones espirituales, Athey asistió a encuentros evangelistas, siendo educado de modo diferente a su hermano y hermanas. El propio Athey recuerda aquellos años como un periodo en el que empezó a tomar váliums a temprana edad (a los diez años). La adicción a estas drogas la simultaneaba, ya en plena adolescencia, con la fascinación que le producía el tatuaje, todavía entonces carente del aura chic de que goza en la actualidad. Siendo muy joven, abandonó a su familia e inició un periplo de vagabundeo durmiendo a la intemperie. En un momento en que la escena punk de Los Angeles había dejado de lado sus valores antisociales transformándose en una suerte de estercolero confuso, Athey y un amigo crearon un dúo bautizado con el impagable nombre de Premature Ejaculation, actuando en clubs nocturnos y en antros punk en los cuales Ron se arrastraba sobre cuchillos y trozos de critales rotos. Al mismo tiempo, Athey descubrió la escena leather de la que le atrajeron los juegos de rol, a no confundir con los tan publicitados y macabros de ahora, y también el comportamiento auto-destructivo, además de la excitación sexual que llevaba consigo. La heroína, sin más, interrumpió su actividad como perfomer marginal.

Algunos fallidas tentativas de suicidio le hicieron, más paradojas de la vida, descubrir el lado erótico subyacente al acto consistente en rasgar y cortarse las muñecas, cubiertas de sangre.

“A la gente le gusta mantener el mito de que todos somos felices y equilibrados y que la vida se vive de forma lineal, a pesar de que la gente sufre. Sí, intenté matarme y admito que algunos de mis hábitos sexuales son muy extremos. Las reglas existentes que nos someten acaban por taparlo todo y quizá a la gente le gusta que les hagan preguntas más profundas y personales”.

El tatuaje, lo que él denomina “mi diseño corporal total”, formado por llamas tibetanas en sus bíceps, salamandras japonesas que le cruzan el pecho, así como las escarapelas (cintas) de Borneo que decoran sus muñecas, y flores maoríes y bandas y cenefas en sus piernas y brazos, son dibujos que vio en duermevela (el artista dixit) a mediados de los ochenta, mientras flotaba sobre la Tierra, fuerte y libre. Esta visión sanadora, reparadora, permaneció junto al artista durante meses, contribuyendo a desengancharle de la droga. El tatuaje fue su mantra. Tras encontrar a otras personas de semejante sensibilidad, formaron una suerte de tribu con los que hizo performances en el club Fuck de Los Angeles. Otro de los tatuajes que embellecen su cuerpo es una suerte de sol con lenguas de fuego que enmarca su ano. Se trata de una referencia al anus solaire de Georges Bataille, un escritor que transgredió algunos límites en los años veinte y treinta en relación a la sexualidad normativa.

Sus performances contienen elementos de hibridación cultural, de auténtica mixtura en la que los ritos corporales adquieren un papel destacado, demonizados por sus múltiples detractores, pese a que los escenarios donde lleva su obra suelen estar insertos en un circuito marginal, underground, a resguardo de las gentes de bien.

Su obra busca la mortificación de la carne en pos de un trascendencia de raíz física y de propósito espiritual que no ha sido siempre comprendida, pero ¿acaso lo han intentado quienes le acusan de derramar gratuitamente ese líquido sagrado, la sangre, en el escenario, amén de llevar a cabo prácticas sadomasoquistas, como si eso lo descalificara o fuera un pecado del que hubiera que dar cuentas al Altísimo o a su representante en la Tierra?

La performance que le ha granjeado las iras de los pacatos y curiles alguaciles del orden se titula 4 Scenes in a Harsh Life (1994), en donde Athey se hinca agujas hipodérmicas en la piel, perfora con otras agujas que penetran en la médula espinal en su cabeza y maneja con soltura un escalpelo para hacer incisiones en el cuerpo de otros performers. Pero la piedra de toque de la que brotó el escándalo se halla en la segunda mitad de la primera escena, titulada The Human Printing Press (La prensa humana). Sobre el escenario, ataviado con ropas fabriles y provisto de guantes de cirujano, Athey se abalanzó sobre el cuerpo de un hombre afroamericano, Darryl Carlton, a la sazón, sentado en medio de la tarima. Athey, que es seropositivo desde hace más de diez años, le practicó algunos cortes en la parte superior de su espalda sobre la que aplicaba unas toallitas de papel, apretándolas sobre la herida. Después entregó los papeles impresos de sangre a sus ayudantes, que los enganchaban a una suerte de tendedero que colgaba por encima de las cabezas del público. En Minneapolis, en marzo de 1994, un espectador, ofendido, se quejó al departamento de salud de la ciudad de que el papel suspendido podía hacer que el público contrajera el virus del sida. La queja tal vez se hubiera quedado en anécdota de no haber sido porque el Walker Center for the Arts, financiado por el NEA, había contribuido con la generosa suma de 150 dólares a la puesta en marcha de la performance en un club de Minneapolis. La prensa se hizo eco a bombo y platillo y acto seguido el senador Jesse Helms, verdadero azote (hoy jubilado) del arte radical, puso el grito en el cielo y los medios también para atajar las subvenciones a artistas indómitos.

Athey ha recibido todo tipo de motes y apelativos, y ninguno cariñoso: freak pornográfico y baboso, degenerado, adalid de las desviaciones morales con dinero del contribuyente... Todo lindezas, como se puede apreciar.

Puesta en acción la imparable maquinaria del odio y la tergiversación premeditada, se ha fabricado la aureola de artista maldito, alimentando la reputación de este artista que no percibe a su juicio el derramamiento de sangre como dolor insoportable, o castigo. Con cierta sorna, Athey alude a las proposiciones deshonestas que recibe, una especie de compensación erótica por la mala prensa que le atosiga y le considera un performer sulfuroso. “La gente cree que lo que va a conseguir de mí es un buen piercing, una paliza y un fistfucking. Han leído muchas tonterías. No saben que también tengo un lado suave y que deseo querer a alguien”.

Los medios sensacionalistas y el clima adverso que palpaba en su país hicieron que Athey buscara paisajes más benignos. Los encontró en Europa (recientemente en Dinamarca, aunque también ha actuado en México). En Gran Bretaña, el ICA londinense le encargó la puesta a punto de Deliverance (1995), la tercera parte de una trinidad de sagrada tortura, iniciada con Martyrs & Saints (1992-93) y 4 Scenes in a Harsh Life (1992-95).

Deliverance retoma la cuestión del sida y pone en escena, con el estilo ritualizado, casi barroco, que le caracteriza, a unos hombres enfermos que buscan ser curados. En aquel entonces, tras nuevos años siendo seropositivo, la idea de la muerte mortificaba a Ron Athey, especialmente la posibilidad de sufrir una muerte espantosa, que se ensañara en el cuerpo hasta la degradación más absoluta.

El mismo Athey rechaza que anduviera buscando a Dios en Deliverance, más bien era la quietud lo que anhelaba aunque al parecer halló nuevamente martirio.

En la obra de Ron Athey, confluyen toda una serie de síntomas de una sociedad que ha hecho del cuerpo símbolo del placer y a la par escenario del mal, fruto de las presiones de los sectores reaccionarios, muchos de ellos embebidos de religiosidad doctrinaria. Seguramente el tipo de redención al que aspira Athey con sus performances (la idea de que el dolor transporta al sujeto a otro lugar, cielo o infierno o ambos a la vez) no complazca a los talibanes con alzacuellos de hoy. La película/documental Hallelujah (1998), inédita en los cines españoles, y realizada por Catherine Gund Saalfield muestra cómo Athey pide al público que observe el sufrimiento en vivo como una manifestación irreverente de una búsqueda espiritual y de algunos rituales sadomasoquistas.

Athey es una artista marginado de los circuitos artísticos establecidos. Ha participado en alguna película minoritaria, aunque de culto, como Hustler White del canadiense Bruce LaBruce, desempeñando el papel de un empleado de pompas fúnebres, especializado en snuff movies. Un ejemplo demostrativo del terreno que le gusta pisar. Su obra, osada y extrema, que hace de la desnudez un lienzo en el que inscribe ritos y símbolos diversos, ha sido encuadrada bajo la etiqueta de Modern primitive que acuño el fakir Musafar en 1967 para describir a las personas no tribales que responden a los instintos primarios a través del cuerpo.

Athey, que hace de su seropositividad y de su condición de gay inconformista dos ingredientes más de su propueta, al exhibir su cuerpo martirizado está sacando los demonios personales, prueba de un daño emocional: el que recibió siendo niño al alimentarse con la ponzoña de la intransigencia religiosa.

http://www.alfonselmagnanim.com/debats/79/quadern05.htm

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