El Amante: el capítulo del encuentro sexual en la novela de Duras ~ UNA VISTA PROPIA

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12 de junio de 2007

El Amante: el capítulo del encuentro sexual en la novela de Duras

La imagen arranca de mucho antes de que el hombre haya abordado a la niña blanca cerca de la borda, en el momento en que ha bajado de la limosina negra, cuando ha empezado a acercársele , y ella lo sabía, sabía que él tenía miedo.
Desde el primer instante sabe algo así: que el hombre está en sus manos. Por tanto, otros, aparte de él, podrían también estar en sus manos si la ocasión lo permitiera. También sabe algo más: que, en lo sucesivo, ha llegado ya sin duda el momento en que ya no puede escapar a ciertas obligaciones que tiene para consigo misma. Y que la madre no debe enterarse de nada, ni los hermanos, lo sabe también ese día . Desde que ha entrado en el coche negro, lo ha sabido, está al margen de esa familia por primera vez y para siempre. Desde ahora no deben saber nada de lo que ocurra. Que se la quiten, que se la lleven, que se la hieran, que se la arruinen, ellos no deben enterarse. Ni la madre, ni los hermanos. Esa será, en lo sucesivo, su suerte. Es ya como para llorar en la limusina negra.

La niña ahora tendrá que vérselas con ese hombre, el que se ha presentado en el transbordador.

Ocurrió muy pronto aquel día, un jueves. Cada día iba a buscarla al instituto para llevarla al pensionado. Y luego una vez fue al pensionado un jueves por la tarde. La llevó en el automóvil negro.
Es en Cholen. Es en dirección opuesta a los bulevares que conectan la ciudad china con el centro de Saigón, esas grandes vías a la americana surcadas de tranvías, cochecillos chinos tirados por un hombre, autobuses. Es por la tarde, pronto. Ha escapado al paseo obligatorio de las chicas del pensionado.
Es un apartamento en el sur de la ciudad. El lugar es moderno, diríase que amueblado a la ligera, con muebles modern style. El hombre dice: no he elegido yo los muebles. Hay pocos en el estudio. Ella no le pide que abra las persianas. Se encuentra sin sentimientos definidos, sin odio, también sin repugnancia, sin duda se trata ya del deseo. Lo ignora. Aceptó venir en cuanto él se lo pidió la tarde anterior. Está donde es preciso que esté, desterrada. Experimenta un ligero miedo. Diríase, en efecto, que eso debe corresponder no sólo a lo que debía suceder precisamente en su caso. Está muy atenta al exterior de las cosas, a la luz, al estrépito de la ciudad en el que la habitación está inmersa. Él tiembla. Al principio la mira como si esperara que hablara, pero no habla. Entonces, él tampoco se mueve, no la desnuda, dice que la ama con locura, lo dice muy quedo. Después se calla. Ella no le responde. Podría responder que no lo ama. No dice nada. De repente sabe, allí, en aquel momento, sabe que él no la conoce, que no la conocerá nunca, que no tiene los medios para conocer tanta perversidad. Ni de dar tantos y tantos rodeos para atraparla, nunca lo conseguirá. Es ella quien sabe. Sabe. A partir de su ignorancia respecto a él, de repente sabe: le gustaba ya en el transbordador. Ella le gusta, el asunto sólo dependía de ella.

Le dice: preferiría que no me amara. Incluso si me ama, quisiera que actuara como acostumbra a hacerlo con las mujeres. La mira como horrorizado, le pregunta: ¿quiere? Dice que sí. Él ha empezado a sufrir ahí, en la habitación, por primera vez, ya no miente sobre esto. Le dice que ya sabe que nunca le amará. Le deja hablar. Dice que está solo, atrozmente solo con este amor que siente por ella. Ella le dice que también está sola. No dice con qué. Él dice: me ha seguido hasta aquí como si hubiera seguido a otro cualquiera. Ella responde que no puede saberlo, que nunca ha seguido a nadie a una habitación. Le dice que no quiere que le hable, que lo que quiere es que actúe como acostumbra a hacerlo con las mujeres que lleva a su piso. Le suplica que actúe de esta manera.

Le ha arrancado el vestido, lo tira, le ha arrancado el slip de algodón blanco y la lleva hasta la cama así desnuda. Y entonces se vuelve del otro lado de la cama y llora. Lenta, paciente, ella lo atrae hacia sí y empieza a desnudarlo. Lo hace con los ojos cerrados, lentamente. Él intenta moverse para ayudarla. Ella pide que no se mueva. Déjame. Le dice que quiere hacerlo ella. Lo hace. Le desnuda. Cuando se lo pide, el hombre desplaza su cuerpo en la cama, pero apenas, levemente, como para no despertarla.

La piel es de una suntuosa dulzura. El cuerpo. El cuerpo es delgado, sin fuerza, sin músculos, podría haber estado enfermo, estar convaleciente, es imberbe, sin otra virilidad que la del sexo, está muy débil, diríase estar a merced de un insulto, dolido. Ella no lo mira a la cara. No lo mira. Lo toca. Toca la dulzura del sexo, de la piel, acaricia el color dorado, la novedad desconocida. Él gime, llora. Está inmerso en un amor abominable.
Y llorando, él lo hace. Primero hay dolor. Y después ese dolor se asimila a su vez, se transforma, lentamente arrancado, hacia el goce, abrazado a ella.
El mar, informe, simplemente incomparable.

La imagen, ya en el transbordador, habría participado de esta imagen, adelantándose.

La imagen de la mujer de las medias zurcidas ha cruzado por la habitación. Al final, aparece como niña. Los hijos lo sabían ya. La hija todavía no. Nunca hablarán juntos de la madre, de ese conocimiento que poseen y que les separa de ella, de ese conocimiento decisivo, último, el de la infancia de la madre.
La madre no conoció el placer.

No sabía que se sangraba. Me pregunta si duele, digo no, dice que se siente feliz.
Seca la sangre, me lava. Le miro hacer. Insensiblemente vuelve, se vuelve otra vez deseable. Me pregunto cómo he tenido el valor de ir al encuentro de lo prohibido por mi madre. Con esa calma, esa determinación. Cómo he llegado a ir “hasta el final de la idea”.

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