Los logros de Sofia Coppola en "Marie Antoinette" ~ UNA VISTA PROPIA

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2 de abril de 2007

Los logros de Sofia Coppola en "Marie Antoinette"

Crítica de Almudena Muñoz, en La Butaca.

Esta es la historia de una niña que, para abrir los ojos algún día, tuvo que sumergirse en un bosque repleto de lobos. ¿Por qué una premisa tan sencilla despierta el revuelo del público y la crítica? Pues porque tras esa niña se encuentra el nombre de María Antonieta, un rótulo con su carga histórica, sus responsabilidades, sus expectativas nacionales y su inevitable calificación de biopic. Pero que nadie se lleve a engaño: el tercer largometraje de Sofia Coppola es el retrato de una reina, pero al mismo tiempo la imagen de una edad, una clase humana, un sentimiento y una época. Y todas esas cosas son las de entonces, pero también son las nuestras.

El imprescindible libro de Stefan Zweig sobre la famosa soberana decapitada anuncia desde su prólogo la mediocridad de una mujer llamada a un destino muy superior a sus cualidades. Siendo implacable con sus errores, pero consciente de que al fin y al cabo era un ser humano, el escritor perfilaba una figura controvertida por lo mucho que tiene de leyenda y lo poco que conservamos de oficial. Coppola adopta la misma actitud desde los créditos: no sólo arranca con música contemporánea, sino que tiene la osadía de incluir una escena en la que María Antonieta –Kirsten Dunst en el papel de su vida y su mejor interpretación– mira directamente a cámara. En ese momento no sólo hay que sentirse incómodo, sino interpelado: esta es una visión personal y confesa, de la que se es partícipe –no necesariamente partidario– o no. A partir de aquí se nos relata el paso de una joven ingenua, inculta, inconstante y despreocupada a las garras de las fieras de Versalles: en una concisa presentación la delfina es desnudada, despojada no ya de su personalidad, sino de la posibilidad de forjarse libremente, y muestra su rostro resignado ante la parafernalia francesa. Todo esto con imágenes; el guión de Coppola podría ser tachado por su escasez verbal y su superficialidad, además de la excesiva dependencia de los textos de Zweig y Antonia Fraser. Pero, contra la primera impresión, es un guión excelentemente estructurado y rebosante de matices y significados para quien pueda encontrarlos debajo de los lazos y las capas de chocolate. La directora se encarga así de ofrecernos la imagen exterior de la reina frente a la que nosotros mismos construimos, y, en lugar de forzadas y vacías conversaciones, desperdiga frases sueltas y anónimas en los pasillos y los comedores. Porque Versalles y sus productos, uno de los cuales fue esta muchacha austriaca, se forjó a partir de murmullos, rumores y palabras huecas.

Una figura histórica en la que se mezclan realidad y ficción no ofrece un material sólido para una película. Al menos, desde una perspectiva que pretenda agradar a todos, y es que “María Antonieta” defraudará y aburrirá a muchos. Quedarse en la superficie de los colores y las composiciones tendrá su encanto hasta cierto límite: Coppola pretende provocarnos un empacho visual similar a los atracones de la propia corte en sus fiestas, para que sintamos igual que ellos el duro golpe del pueblo. Las gentes de París no se escuchan hasta un revelador plano en que, a lo lejos, se ve el palacio real mientras una voz indignada vocifera proclamas contra la reina. Los dos extremos del conflicto se desconocen y se mantienen tan alejados como la realizadora insinúa, y por el mismo motivo sus rostros resultan difusos en la noche que asaltan Versalles. En ese hermoso, emotivo y audaz plano en que la reina se inclina ante las masas no hay una lectura de sometimiento o apoteosis monárquica –un encuadre anunciado ya en la llegada a Francia–. La monarca no tiene odio, sólo miedo ante algo que no le han enseñado a comprender y que para ella se manifiesta en un idioma extranjero –aunque en una escena lea a Rousseau con toda familiaridad, pero para demostrar la malinterpretación de sus ideas y la imposibilidad del consenso–.

La hija de Francis Ford Coppola no se está aprovechando en balde de sus orígenes y consecuentes enchufes, y tampoco ha demostrado una vacía sensibilidad estética. Con esta cinta se cierra una trilogía de soledad femenina moderna, desde luego con una impronta manierista, a ratos kitsch, pero sabia e inteligente a la hora de utilizar los recursos formales con una finalidad semántica. El envoltorio es fundamental en su nuevo trabajo, porque es a la vez el contenido. Vacío, dirán la mayoría. Pero es que eso es lo único que vivió la reina, visto como un ejemplo del vacío de nuestro propio consumismo. Y esa frívola transformación se descifra en la narrativa del filme: las melodías clásicas de Rameau acompañan la primera etapa de la pequeña Toinette hasta su llegada a palacio, cuando explotan los acordes pop. Sometida a la presión de dar un heredero al rey, la joven vuelve a mirarnos antes de tomar su resolución: ofrecerse en cuerpo y alma a los divertimentos cortesanos –el abanico tras el que se esconde al principio– para evitar su hundimiento como persona. A continuación veremos la cara más polémica del personaje, pero con ese sencillo plano la directora nos invita a que recordemos qué se esconde tras ese comportamiento, y las canciones apenas percibidas entre los gritos de las celebraciones siguen insistiendo en ello, como las explícitas letras del “Ceremony” de New Order o el “What ever happened?” de The Strokes, cantos a la decadencia y la obsesión enfermiza.

Esta particular biografía de la soberana afrancesada recoge sin tacha la ambientación histórica –y personal: el patizambo Luis XVI de Jason Schwartzman–, con las licencias que la directora se concede hacia la exageración y el boato que intensifiquen las emociones en el espectador. Pero al mismo tiempo sabe camuflar referencias estilísticas o incluso cinematográficas: María Antonieta piensa en su amante soldado como un lienzo del pintor David, en la pose de un cuadro napoleónico que recoge el anacronismo y el adelanto de la fatalidad; o ese último aplauso en la ópera y no secundado por las miradas censuradoras de los cortesanos, y que remite al majestuoso fin de la marquesa de Merteuil en “Las amistades peligrosas” (Stephen Frears, 1988). Todo esto en una estructura circular que tiene su destino anunciado en la anécdota auténtica del borrón que la reina hizo en su firma de bodas.

Alguien puede creer que veo fantasmas en el aire o que la irrebatible belleza de la película me ha nublado la vista. Yo también lo creería si no oliera la podredumbre que Coppola demuestra sutilmente en cada imagen y cada comportamiento, en esos exagerados personajes como madame Du Barry. Y es que, ya lo dije al comienzo, éste no es un retrato opaco, sino un espejo donde se refleja la vuelta a los excesos de clase y la separación social y comunicativa en que nos encontramos. Con un marco barroco, sí, pero ficticio mientras dentro vive lo real, lo que ha existido siempre y lo que aún existe ahora, entre tiempos tan aparentemente dispares: ahí están las zapatillas Converse que Sofia pone en el suelo de un plano para confirmarlo.

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